¿Por qué él y no yo?

¿Por qué él y no yo?

Es una pregunta cuya respuesta demanda conocimiento de mucha historia; por siglos, las personas de color al igual que una importante minoría en el mundo, no exclusivamente en Estados Unidos, han sufrido de maltratos, abusos, discriminación, violencia, falta de comprensión y hasta falta de empatía, derivado este trato discriminatorio debido a su país de origen, el color de su piel, la religión, orientación sexual o de género.

Pensábamos que esa otrora y despreciable práctica había quedado en el pasado pero no ha sido así. En pleno siglo XXI, cuando tenemos el mundo en las palmas de nuestras manos, a través de una tecnología sofisticada que nos permite tener de todo en apenas un teléfono celular, somos testigos de un increíble y macabro acto, que nos obliga a levantarnos para juntos escribir una nueva historia y tratar de cambiar el rumbo de nuestras vidas. Alzamos nuestras voces para hacer reaccionar a toda una sociedad que ha estado anestesiada y excesivamente tolerante admitiendo prácticas racistas y discriminatorias. Que la tragedia de la familia Floyd nos haya permitido despertar totalmente para terminar de entender que muchas cosas deben cambiar para poder vivir en un mundo mejor.

Principios humanísticos identificados con el clásico concepto de moralidad conllevan a rechazar el establecimiento de parejas homosexuales o de aceptar el pleno ejercicio de los derechos totales y obligaciones que le corresponden a las mujeres por su condición humana, sin que aún terminen de entender que esas prácticas que en el pasado la identificaban como de “normalidad de conducta” denigraban la verdadera naturaleza humana, en donde todos los seres de nuestra especie somos iguales y por tanto, merecemos acceder a los mismos espacios y tan solo el aprovechamiento de ellos debe regirse en la actitud de cada cual, en base a su voluntad y talento, quedando caduco cualquier otra consideración que ocasionó mucha división, resentimiento, odios, frustraciones, sufrimientos, miedos, abusos e injusticias. ¿No será que esa normalidad terminó siendo el disfraz de la verdadera inmoralidad? Me atrevo a responder afirmativamente a mi propia pregunta pues irrespetó a aquellas generaciones que las sufrieron y las resintió cada vez que se vieron afectados por la intolerancia e inadmisión. Una “normalidad” que fue cómplice absoluta del abuso e injusticias a las grandes minorías.  La sombra de esa malhadada “normalidad” parece haber regresado, o mejor dicho nunca haberse ido.

Conocer la historia es divisar los mapas de los caminos errantes para evitar transitarlos, absorber las lecciones que nos deja el pasado es evolucionar hacia un futuro mejor. Sin embargo, no terminamos de romper ese círculo vicioso, por aquellos perversos mensajes que nos llegan desde la propia niñez de tener miedo a lo que no conocemos, a lo que es diferente. Perdemos así la verdadera y valiosa perspectiva de la historia cual es la de incentivarnos a conocer más sobre otras culturas y religiones, lo que hubiese impedido que esos escenarios pretéritos vuelvan a nuestras calles y edificios llenándonos de dolor e indignación cuando vemos humillar o exterminar a seres de nuestra misma especie, por esa falta de tolerancia y aceptación, incluso de aquellos agentes de la autoridad estatal que usan sus rodillas para querer seguir poniendo de rodillas a pueblos que tienen derecho a vivir y expresarse de pie con la frente en alto.

Si tu genuinamente crees que no eres racista/discriminativo te invito a reflexionar y no a pensar que por relacionarte excepcionalmente con algún integrante de los grupos socialmente marginados puedes considerarte excluido de ser partícipe de esas prácticas discriminatorias:

  1. ¿Si tienes una hija/hijo, admitirías que se case con una de estas minorías?
  2. ¿Si fuera el mismo candidato pero solo con la variable del color de su piel/religión/país de origen, te adhirieras?
  3. ¿Si tu hija quiere comprar una muñeca con rasgos asiáticos o de piel morena, te importaría?
  4. ¿Si vas caminando por la calle y ves a un negro, te asustarías?
  5. ¿Sí estás en una piscina y todos los bañistas son de color, compartirías?
  6. ¿Sí estás en un restaurante y el salonero o cocinero es negro, lo percibirías?
  7. ¿Si ves a un musulmán en un aeropuerto, te preocuparía?
  8. ¿Si voy a hacer un negocio con un judío, confiarías?


Basta que una de aquellas preguntas mereciera una afirmación para encuadrar a quien así lo piense en un escenario racista, sobre todo si no existieran las mismas dudas o afirmaciones tratándose de otras personas. Pero si fuera ese el caso, no te sientas mal, a veces no depende de la persona sino de las circunstancias sociales o comunitarias en la que nos desarrollamos. Lo malo sería no reflexionar y asumir la actitud de cambio. Esa debe ser la gran batalla social del mundo: cambiar y erradicar el racismo de nuestras vidas, luchar contra aquello que asimilamos equivocadamente desde pequeños, identificar a la unión como lo normal y no como tal a la discriminación. El primer paso en esta batalla es identificar nuestro criterio de albergar en el mismo aquellas prácticas racistas, el segundo es buscar la forma para dejar de serlo.  El negar que lo somos es ocultar, ignorar, esconder, justificar nuestras acciones negativas.

Está en nosotros criar a nuestros hijos diferente a la forma en que lo hicieron con nosotros;  cuando tenía 10 años, visité la tienda Kmart, y me llamó poderosamente la atención una muñeca de porcelana sentada en un caballito de madera, con una particularidad, era negra. Mi mamá intentó persuadirme, yo insistí y ella me la compró. Hasta hoy es mi muñeca preferida, pero ahora por otra motivación, pues siento que fue la primera vez que luche en contra del racismo, sin saber lo que hacía y ahora entiendo que lo bello de una persona o en este caso puntual, de un objeto, no es su color sino lo que inspira y hace sentir. Por eso, recomiendo a los padres de nuestras generaciones no derivar aquellos sentimientos caducos a sus descendientes y más bien luchemos para que NUNCA más un niño tenga que sentirse menos por su color de piel, religión u orientación sexual.

Luego del último suceso racista, en contra de George Floyd, se escuchan críticas a las acciones callejeras violentas, las cuales son injustificables pero entendibles. La gente está ávida de justicia y cansada de vivir con discriminación; Soy de aquella corriente que lo exige de manera pacífica pero otras, habiendo perdido la fe en el sistema, consideran a las manifestaciones turbulentas como la única forma de ser escuchados. Al final de cuentas, muchos tienen miedo de salir a la calle, que sus hijos, cónyuges o padres sean víctimas de actos injustos tan solo por ser “diferentes”. Dentro de los policías, hay muchos que son de color pero que tienen miedo de alzar la voz, por las represalias de las que puedan ser objeto por defender a alguien de su propia comunidad.

No necesitamos más leyes, pues ante ellas, todos somos iguales, pero en la práctica no es así y eso solo cambia si la sociedad comienza a caminar diferente. Aquello se advierte en la forma como vemos, tratamos y valoramos a los demás. El Estado ya hizo su parte al darnos igualdad, ahora nos toca a nosotros hacer cumplir ese legítimo derecho. Debemos revisar nuestra educación para así erradicar tantos odios injustificados; compartamos más con nuestros semejantes, especialmente con aquellos que tengan distintos rasgos a los nuestros pero que detrás de ellos, también hay sentimiento, dolor y sobretodo dignidad. Basta una palabra para destruir, un silencio para otorgar, una mirada para despreciar, cuando la esencia de la misma está llena de repudio, odio o rechazo.  Los humanos no escogemos nuestro origen, ni la comodidad de nuestra cuna, tampoco nuestro sexo, con que religión vamos a crecer, a quien amar, o la raza a la que pertenecemos, pero sí podemos desarrollar nuestros sentimientos de amar u odiar, y en aquello, no hay mejor elección que el amor.

No es el discriminado el que tiene que cambiar, es quien discrimina. Por eso es importante leer, instruirse, conversar, preguntar, investigar y siempre recordar que la persona que es discriminada sufre porque siente el rechazo solo por ser como es, no por sus defectos o virtudes, o por sus aciertos o equivocaciones, sino porque sus semejantes lo ven diferente a pesar de ser igual.